29 de mayo de 2006

El pozo: J.C. Onetti

Juan Carlos Onetti, El pozo (Barcelona: Seix Barral, 1979).

El poeta y soñador Eladio Linacero, protagonista de la novela El pozo de Juan Carlos Onetti, no es una persona de la que pueda uno prendarse. Es un ser para quien "todo en la vida es mierda (...), un pobre hombre que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas" y quien dos años antes, del aquí y ahora narrativos, creía haber encontrado la felicidad: "Pensaba -dice- haber llegado a un escepticismo casi absoluto y estaba seguro de que me bastaría comer todos los días, no andar desnudo, fumar y leer algún libro de vez en cuando para ser feliz. Esto y lo que pudiera soñar despierto, abriendo los ojos a la noche retinta". Eladio Linacero es un hombre solo y en soledad, que tiene muy poca esperanza en los demás, que no tiene nada que esperar y a quien no le importa la miseria. Él, sólo puede ser amigo de Electra: "Siempre me acuerdo de una noche en que estaba borracho y me puse a charlar con ella mirando su fotografía. Tiene la cara como la inteligencia, un poco desdeñosa, fría, oculta y, sin embargo, libre de complicaciones".

Una noche en la que se pasea por su cuarto "con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar estirado, desde mediodía" (una habitación en el que hay "dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en el lugar de los vidrios"), decide escribir sus memorias "porque un hombre debe de escribir la historia de su vida al llegar a los cuarenta años". Conforme va escribiendo nos vamos enterando de "la aventura en la cabaña de troncos" (que además de nosotros solo cuenta sus cosas a "dos clases de gente que podrían comprender": un poeta y una prostituta), de su matrimonio y de su posterior divorcio, de sus sueños y de lo que le sucedió en "el mundo de los hechos reales". Mientras escribe sobre Cecilia, su esposa, recuerda que leyó algo sobre la inteligencia de las mujeres:

La inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o veinticinco años. No se nada de la inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa. Pero el espíritu de las muchachas muere a esa edad, más o menos. Pero muere siempre; terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo. Piénsese en esto y se sabrá por qué no hay grandes artistas mujeres. Y si uno se casa con una muchacha y un día se despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos.
Sí, a Eladio Linacero lo abraza la amargura, el percibir una realidad adonde todo es inútil, es un ser que busca dormir antes de que llegue la mañana y que está "sin fuerzas ya para esperar el cuerpo húmedo" de una muchacha, que vive en una sociedad en la que existe la llamada:

"Clase media" o "pequeña burguesía". Todos los vicios de que pueden despojarse las demás clases son recogidos por ella. No hay nada más despreciable, más inútil. Y cuando a su condición de pequeños burgueses agregan el de "intelectuales", merecen ser barridos sin juicio previo. Desde cualquier punto de vista, búsquese el fin que se busque, acabar con ellos sería una obra de desinfección. En pocas semanas aprendí a odiarlos; ya no me preocupan, pero a veces veo casualmente sus nombres en los diarios, al pie de largas parrafadas imbéciles y mentirosas y el viejo odio se remueve y crece.

Hay de todo; algunos que se acercaron al movimiento para que el prestigio de la lucha revolucionaria, o como quiera llamarse, se reflejara un poco en sus maravillosos poemas. Otros, sencillamente, para divertirse con las muchachas estudiantes que sufrían, generosamente, del sarampión antiburgués de la adolescencia. Hay quien tiene un Packard de ocho cilindros, camisas de quince pesos y habla sin escrúpulos de la sociedad futura y la explotación del hombre por el hombre. Los partidos revolucionarios deben creer en la eficacia de ellos y suponer que los están usando. Es en el fondo un juego de toma y daca. Queda la esperanza de que, aquí y en cualquier parte del mundo, cuando las cosas vayan en serio, la primera precaución de los obreros sea desembarazarse, de manera definitiva, de toda esa morralla.
El pozo en el que a veces se hunde una existencia (o un pueblo o un país ¿o el mundo?), debe de ser muy parecido al desencanto y el fatalismo que abarca a Eladio Linacero.

Juan Carlos Onetti es, sin duda, un excelente escritor.

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